AL MARGEN... / Un cuento de Rogelio Aguilera.

Hotel de los inmigrantes.


El primer encuentro de fútbol del que se tenga registro por estos lares, entre criollos y gringos (como se los llamaban por entonces a todos los inmigrantes, fuere cual fuere su procedencia), tuvo lugar aquí precisamente, cruzando esta calle. 

 

Amílcar Sesto con todos sus dieciocho años y escapando a la miseria, se había embarcado en un buque carguero en el que después de algunos días de polizón fue descubierto y tuvo que trabajar por la comida y la suerte de poder llegar a cualquier lugar de América  que le hiciera olvidar el ruido estremecedor de los bombardeos que devastaron su pueblo y a toda su familia cuando apenas él nacía. Su madre le había dicho que era imposible que lo recordara pues estaba en su vientre cuando terminó la guerra, sin embargo desde niño él se despertaba asustado por los fogonazos y el silbo de las bombas que surcaban el cielo.

 

Lo cierto es que desembarcó en el puerto de Buenos Aires como uno más de los tantos rubios ojos de cielo que pululaban por aquel entonces en la misteriosa ciudad de los mataderos, los conventillos y los arrabales. Pocas fueron las semanas que deambuló en aquella vorágine de vicios y emociones que lo deslumbraban. Supo allí del fervor que la gente sentía por algunas de sus grandes pasiones el fútbol y el tango. Fue en aquel instante en el que descubrió lo lejos y solo que estaba de su tierra y sus afectos.

 

La palabra laboro o laburo como la llamaban los porteños, con su fantástico lunfardo, fue la puerta de su destino. Cada mañana se presentaba en el Puerto soñando con que alguien lo ocupara en algún oficio. Con su padre había aprendido el cultivo de la vid allá en el terruño piamontés que tantas virtudes otorgaba al Bonarda, esa uva tan dulce e intensa como los labios de una mujer primera. Una mañana cualquiera, con dos días de hambre y tristeza conoció a don Santos Trobato, un italiano afincado en Santa Fe que criaba chanchos y se aprovechaba del arrendamiento de parcelas a los desvalidos colonos que llegaban a la ponderosa Pampa húmeda para trabajar la tierra prometida. Don Santos, supo de las virtudes y conocimientos de Amílcar en vides en aquel viaje interminable desde Buenos Aires a Santa fe, así que le propuso al muchacho que lo ayudara con su pequeña finca en Junín, un poblado próspero y prometedor al pie de la montaña y los ríos briosos que de ella son paridos. Grande y majestuosa fue la fábula de don Santos y sus uvas de ensueño, que terminó por convencerlo.

Sólo una maleta llena de nostalgia con algunas fotos y documentos que acreditaban su identidad lo acompañaban en aquella travesía; perdón también un sombrero marrón y gastados que su abuelo le entregó el día de su partida. “Un hombre sin sueños al igual que sin sombrero, es un hombre sin destino” le dijo aquel viejo agotado de historias.

 

Muchos días fueron los que aquel precario pero entretenido tren recorrió hasta llegar a destino. Descubrió Amílcar a través de las pequeñas ventanillas el color del trigo en flor cuando lo besa el último rayo de sol, las lagunas naturales que anidan las aves más hermosas jamás vistas, el brillo de la luna en el salitral impiadoso, la sonrisa de una mujer distraída que deja caer su pañuelo para que algún muchacho lo recoja. Descubrió que el camino podría llegar a su fin después de todo, pero las sensaciones de recorrerlo jamás podría olvidarlas.

 

Aquella tarde-noche de febrero, casi tan parecida a la de hoy, Amílcar por fin llegó a su destino. El tren se detuvo lentamente dando bocanadas de aliento que retumbaban en el pequeño caserío circundante a la estación. Dando aviso a la suerte de que era tiempo de acercarse al andén de tantos destinos sin sombreros. 

 

El bullicio lo atrajo; del otro lado de la estación en un descampado amplio y ardiente, algunos muchachos jóvenes como él jugaban un picado, envueltos en remolinos de tierra, muriendo por un gol milagroso, en la contienda universal entre gringos y criollos. El humo y el aroma a comida casera, la misma de las ferias de su pueblo le trajo recuerdos. La gente que bajaba en la estación se dispersaba lentamente con sus acompañantes, él sin embargo solo debía esperar a Carlos Bortoloso, el capataz de la finca, a que viniera a buscarlo. Cruzó lentamente el terraplén dónde descansaba la Estación Genral San Martín y por fin sintió la tierra tan firme como sus ilusiones. El calor agobiante, el destello de las luciérnagas flotando entretenidas en el villorio, los zapatos apretándole las ganas de correr. Una luz encendida y un carnaval de música, color y gringos como él jugando a vivir en aquella maravillosa torre de Babel en la que todos hablaban diferentes idiomas pero se entendían perfectamente. Se acercó hasta el mostrador lustrado y añoso, e hizo sonar la pequeña campanilla que delataba a los visitantes. Una señora gritona y rubia con acento francés lo atendió de manera cortés. Por un instante, sólo por un instante aquel lugar lo hizo sentir en casa; incluso la gente que allí cenaba le pareció familiar aunque jamás los hubiera visto. La francesa lo acompañó por la escalera hasta el pequeño cuarto del primer piso. Una cama solitaria y despintada mordía la escena, un ventanal con vista a la estación y una briza suave del sur le secaron el sudor de la frente, y como en un descuido, el pequeño reloj de madera que colgaba en la pared le señaló la hora de su llegada, y el fin de un camino que jamás tendría boleto de regreso. 

 

Esa noche, esa precisa y definitiva noche Amílcar Sesto supo para siempre que La Colonia sería su destino, tuvo un sueño de uvas tintas y aromas de vendimia que le envolvían el alma, tuvo un sueño como tantos gringos en aquel legendario Hotel de los inmigrantes.

 

Una tarde de abril cuando el otoño se le clavó en los días, sentado en una vieja silla de totora bajo el parral desvencijado que él cultivara me preguntó: 

 

- Mijo qué es Babel…?

 

Con la mayor ternura posible para quién está empezando a olvidar el aroma de la vida le conté sobre el pasaje bíblico, sin dejar de preguntar.

 

- ¿Por qué quiere saber nono?

 

- Porque el día que me bajé en la estación de trenes, escuché al boletero decir que aquello parecía la Torre de Babel. 

 

Me quedé en silencio, mi abuelo no tenía muchas palabras a la hora de sentir. Sin embargo cuando cayó la primera estrella y los grillos comenzaban su sinfonía, él rompió el silencio como quién rompe una copa vacía.

 

Ahora entiendo mijo lo que me está pasando y porqué cada tarde-noche escucho tantas voces desconocidas que revuelan como pájaros en mi cabeza, y el silbo de un tren cansado que me invita a subir sin un destino y sin mi sombrero gastado. 

 

Rogelio Aguilera