Por Marcelo Padilla

¿Me das una pitada por favor?


“Dame una seca loco”. Sí, típico de los años 90 cuando no teníamos ni para el bondi y nos convidábamos los puchos en ronda. No solo entre amigos o conocidos, muchas veces (ahora recuerdo) yo mismo le pedí una seca a un desconocido por la calle.


Una pitada, una seca. Hacía tiempo que no lo escuchaba. La pitada se la di al chabón, pero me quedé pensando de toque en la pregunta, era un mangueo. Manguear. Guardado en la memoria corporal y en la psiquis de épocas viejas que vuelven. “Dame una seca loco”. Sí, típico de los años 90 cuando no teníamos ni para el bondi y nos convidábamos los puchos en ronda. No solo entre amigos o conocidos, muchas veces (ahora recuerdo) yo mismo le pedí una seca a un desconocido por la calle. Era manguear, pedir monedas. Sobrevivir en la escazez. ¡Ma qué jesuitas y franciscanos!, las bolas, nosotros no optábamos, era la imposición, y había que vivir.

 

Santiago de Chile 1990. Camino por una calle cualquiera del centro de la urbe. Estoy solo, sin un peso, esperando a mi novia holandesa que llegará al aeropuerto y nos juntaremos en un bar en Ñuñoa. Una locura para estos tiempos. Por carta escrita a mano habíamos quedado juntarnos un día en un bar en Ñuñoa. Así nos manejábamos por aquellos tiempos no tan remotos. Llegué un día antes porque de un aventón un camionero me dejó en la capital de Chile, zafando de garpar el pasaje. Y no tenía un centavo posta. Me sentía libre, de todos modos. Quería tomar cerveza. Como para relajar el arribo y después ver dónde puta dormiríamos con la holandesa. Empecé a pedir en una peatonal, monedas. Cerca de “La Moneda”, donde habitan los presidentes constitucionales o de facto. El odio a Pinochet siempre fue de una parte de los chilenos. Porque otros lo adulaban. Me hice de una bocha de monedas y me senté  acodándome en la barra de un bar con 22 años a tomar cerveza y conversar con la gente.

 

-¿Me convidas una seca?, pedí a un compañero de barra que estaba solo con la remera del Colo Colo, totalmente en pedo. Me miró raro el chabón y me dijo: “te doy un cigarro po´”, “gracias loco”.

 

Se podía fumar en todo el mundo. Se podían muchas cosas en todo el mundo y otras no, pero muchas se podían que ahora no. Por ejemplo: fumar en los bares. Me tomé varias birras y me fumé varios puchos mangueados en el bar y en la calle. Andaba dulce. Hasta hice un ahorrito con las monedas para pegar una comida barata de paso en algún chiringo pobretón. La holandesa vendría pronto y ya. Todo solucionado porque traía florines (el euro no existía por entonces) y yo de birra y mangueo por Santiago haciendo tiempo para ir a Ñuñoa, a ese bar donde nos habíamos citado por carta. Debo decir que la holandesa era mi novia y que supimos convivir en comunidad en Mendoza a fines de los ochenta. Después nos fuimos juntos a Holanda, pero eso es otro palo que no viene a este cuento. Ella había viajado a ver a sus padres, visitarlos, luego de una estancia de un año en Mendoza sin verlos y, reitero, habíamos quedado juntarnos en un bar de Ñuñoa por carta. Todo eso pensé por la pitada que me pidió el chabón hace un rato. Se me vino a la cabeza una película, la de los noventa del mangueo.

 

-“Armáme uno”, le pide un pibe de la ronda al que fuma tabaco con lillos. Eso también es de los noventa. Armar. Fumar armados. La ansiedad. Fumar como sea, armados o desarmados. Manguear. Los noventa fueron ansiedad y pedir una seca. Ahora mismo hay alguien pidiéndole una seca a otro (deformando a Tejada Gómez), es el revival de la ansiedad acomodada a los nuevos tiempos tecno-humanitarios. Todavía no llega el clásico que se cansa y dice “atropellate con un kiosco”, pero estamos ahí de eso.

 

Camino por el centro a las 8 y media de la mañana y llueve. Es viernes. Resbaladizo viernes en las veredas y en las almas. Una garúa persistente apura los trancos de los que no pueden evitar ir al centro. A veces, hay momentos y sitios inevitables. Como esto que les cuento. Presiento que de a poco a varios les sacaron el alma. Van cabizbajos y derrotados. “Es lo que hay”, parece que dijeran con sus movimientos y sus caras pringosas por la atípica humedad hipertensa en una ciudad nacida y criada para el secano. Paro en la esquina de 9 de julio y Gutiérrez y me tomo un café de dorapa que le compro a un cafetero enfundado en un forro de nylon. Me lluevo, me dejo llover; estamos la lluvia, el cafetero y yo, la seca y el mangueo. Los comederos en los barrios de barro. La mañana que no es mañana. Viernes resbaladizo para las almas. Me salgo de mí, me descentro, saco mi paquete de puchos a la mitad y sigo mi camino, me prendo uno y encaro hacia los trenes.

 

Por Marcelo Padilla