Por Julio Fernández Baraibar / Especial para "El Mordisco"

A dos años de la muerte de Ernesto Laclau


La naturaleza histórica y social del peronismo, fue el centro de todas sus reflexiones.


Ernesto Laclau nació en 1935. Pertenecía, por lo tanto, a la misma generación de Elvis Presley, Woody Allen o el ex agente de la CIA, Philip Agee. Tenía la misma edad de la actriz de Bergman, Bibi Andersson, del carilindo Alain Delon, de nuestra Mónica Cahen D'Anvers, de la locutora Pinky o de la querida Isabel Sarli.

 

Entre los hombres y mujeres de la política y el pensamiento, Laclau nació el mismo año que el cineasta e investigador Octavio Getino, el ex intendente de Buenos Aires, el radical Julio César Saguier, el también radical Raúl Rabanal, el actual presidente del Uruguay, Pepe Mujica, el semiólogo Eliseo Verón, el gran pensador y ensayista brasileño Luiz Alberto Moniz Bandeira o el boliviano René Zavaleta Mercado.

 

Esta fatigosa enunciación viene a cuento para ubicar cuál fue el mundo en el que nació y la época en la que creció e inició su actividad universitaria y política el amigo que acaba de fallecer.

 

Nacido antes del comienzo de la 2° Guerra Mundial, su adolescencia se desarrolló a lo largo de la década peronista, en la época de oro de las grandes orquestas de tango y su legendarios cantores.

 

Su hogar era fervientemente radical y sólo cinco años habían pasado desde que don Hipólito había sido desalojado de la Casa Rosada por un golpe militar, dirigido por un torpe espadón, detrás del cual se movía el poder tradicional e histórico que Yrigoyen había desplazado en 1916. No fueron ajenas a la casa las conspiraciones radicales contra el régimen fraudulento y en varias oportunidades ha recordado Laclau la amistad, nacida de las coincidencias políticas, de su padre con Arturo Jauretche.

 

Como en tantos hogares radicales de clase media, muerto el caudillo en 1933 e integrada la UCR al sistema de la Década Infame, la guerra fue vivida como un enfrentamiento entre la “democracia” y el “despotismo” y la liberación de París fue festejada con sirenas por los grandes diarios porteños. El golpe militar de 1943 produjo rechazo en los sectores que se consideraban democráticos. Pese al carácter fraudulento de los gobiernos civiles, el lenguaje nacionalista de los militares golpistas y la influencia del catolicismo fascistoide en el aparato ideológico del golpe -ministerio de Educación, intervención en las Universidades- puso a lo que quedaba de la vieja Unión Cívica Radical en la vereda de enfrente del golpe. De ahí al antiperonismo, inmediatamente posterior, hubo un sólo paso. La definición del peronismo como la manifestación del fascismo que había sido derrotado en los campos de Francia prendió como una plaga en los círculos académicos, universitarios y bien pensantes.

 

El padre de Ernesto Laclau fue uno de esos radicales que votaron por Tamborini y Mosca y militaron en la oposición durante los diez años de gobierno peronista. Alguna participación debe haber tenido en la Revolución Libertadora para que fuese nombrado, durante un breve tiempo, funcionario de la Secretaría de Agricultura y Ganadería. Pero esa cuestión irresuelta acerca de la naturaleza del peronismo, su carácter histórico, político y social, definió -podría decirse- toda la actividad intelectual de adultez hasta el último hálito de su rica vida.

 

Ninguna de sus profundas investigaciones sobre la hegemonía, el papel de la articulación y la superación de la estrecha visión clasista del marxismo puede entenderse sin referirla al gran movimiento nacional argentino y a las dificultades interpretativas que su aparición y desarrollo ofrecieron a la intelectualidad académica, local e internacional. Y aquí creo que aparece su vitalicia relación con la Izquierda Nacional y con su principal expresión teórica y política, que fue Jorge Abelardo Ramos. Desde 1945, Jorge Abelardo Ramos había venido desplegando una intensa actividad política e intelectual que, en 1963 cristaliza con la creación del Partido Socialista de la Izquierda Nacional, de declarada filiación marxista en lo conceptual, leninista en lo político y organizativo y trotskista en su oposición a la burocracia soviética, considerando a León Trotsky el legítimo heredero de la tradición surgida de la Revolución de Octubre en Rusia. Esto, que hoy puede sonar altisonante, pretencioso y, hasta, rebuscado, formaba parte de la discusión normal de la izquierda en aquellos años.

 

La Revolución Rusa seguía siendo la referencia obligada, el paradigma de la toma del poder por parte de la clase obrera y el pensamiento de Trotsky, un viento de aire fresco en medio del escolasticismo catequístico en que los partidos comunistas habían convertido el pensamiento marxista. A ese grupo de militantes, dirigidos férreamente por Ramos, se incorporó Ernesto Laclau en 1965, junto con quien fuera su gran amigo y compañero, incluso cuando la política los alejó momentáneamente, el antropólogo y profesor universitario Blas Alberti.

 

La diputada Adriana Puiggrós, el ex decano de la facultad de Filosofía y Letras, Gustavo Schuster y la socióloga Gloria Bonder, quienes junto a una veintena de estudiantes habían constituido el Frente de Acción Universitaria (FAU) y controlaban el Centro de Estudiantes, acompañaron a Laclau. Dirá Laclau, muchos años después: “Yo trabajé con Ramos políticamente durante cinco años, y durante ese período trabajamos estrechamente y hubo una gran compenetración para mi formación intelectual.

 

La relación con él fue y es todavía uno de los puntos de referencia. Le decía a Laura Ramos, hace algunos meses, que todavía tengo algunas conversaciones imaginarias con él, en las cuales trato de pensar cómo me hubiera respondido Ramos a cierto tipo de argumentos que yo estaba haciendo”. Y el eje central a partir del cual Ernesto Laclau replanteó lo que el llama “el determinismo económico y el subjetivismo voluntarista” del marxismo fueron las contradicciones que el reconocimiento del “desarrollo desigual y combinado” generan en el esquema clasista del marxismo tradicional. Gramsci vino en su ayuda y así lo explicaba Laclau: “Si las banderas democráticas pueden ser adoptadas por sectores sociales muy distintos, lo que vamos a tener como agentes colectivos son individualidades colectivas, sectores populares más amplios y no vamos a tener clases en el sentido tradicional de la palabra. Lo que vamos a tener es lo que el llamaba 'voluntades colectivas'. (…) El pensamiento de Jorge Abelardo Ramos en la Argentina creo que fue la primera realización, el primer reconocimiento, dentro del pensamiento marxista, de que éstas identidades populares más amplias eran los verdaderos actores en la escena política”.

 

Ya fuera de la Argentina, Laclau desarrolló estos conceptos, latentes y potenciales, cruzándolos con las nuevas manifestaciones de las ciencias sociales y lingüísticas, hasta lograr acuñar una categoría que constituye su aporte esencial al pensamiento político latinoamericano, el populismo, sacando del charco del desprecio de los saberes dominantes un concepto al que le agregó para siempre un brillo transformador. Las grandes movilizaciones peronistas, la transformación de la Argentina agroexportadora, la fiesta del pleno empleo y los altos salarios fueron el fondo de una reflexión que convirtió al porteño Ernesto Laclau en una figura obligada en las ciencias sociales contemporáneas.

 

Queda un recuerdo, traído por el propio Ernesto, que ilumina la naturaleza y el epos de aquellas discusiones en la Argentina de los '60. La ruptura con Ramos fue traumática para ambos. No sólo cuestiones teóricas se dirimían en la misma. Cuestionar la autoridad de Abelardo era una amenaza de disolución y fragmentación dado el incipiente crecimiento de la organización. De modo que en algún momento Ramos y Laclau se encontraron para conversar en el Café Tortoni.

 

Así lo recuerda Ernesto:

 

“Y después de tres horas de conversación salimos de allí y fuimos caminando por una calle de Buenos Aires y nos despedimos en una esquina. Él cruzó y en un momento dado, desde la esquina que hacía diagonal con la que yo estaba me grita: -Ernesto... Me doy vuelta y le digo: -¿Qué..? Teníamos que gritarnos un poco porque había mucho tráfico y era difícil escucharse. Desde allá Ramos me pregunta: -¿Usted hubiera perdonado a los insurrectos de Kronstadt? No sé si hoy se sabe lo que es Kronstadt. Pero de todos modos para alguien como él y como yo, que veníamos de la tradición leninista significaba algo muy preciso: era el levantamiento de izquierda de los marinos del puerto de Kronstadt, que los bolcheviques, con Lenin y Trotsky a la cabeza, reprimieron de una manera brutal. Siempre fue una espina clavada en el torso de la izquierda. Y entonces me gritó eso, y entonces yo le grité: -Bueno, en ciertas circunstancias sí, pero tienen que ser circunstancias muy especiales. Desde la esquina en diagonal, Ramos me gritó: -Yo pienso lo mismo, y se fue. Fue la última vez que hablamos. El drama de la Revolución de Octubre todavía iluminaba la conciencia de aquellos hombres. Ernesto Laclau continuó hasta el siglo XXI esa tradición libertaria. Escribió en uno de sus libros: “Retomar la iniciativa política, lo que, desde el punto de vista teórico, significa hacer la política nuevamente pensable. A esta tarea ha estado destinado todo mi esfuerzo intelectual. Es para mí un motivo profundo de optimismo que después de tantos años de frustración política nuestros pueblos latinoamericanos estén en proceso de afirmar con éxito su lucha emancipatoria”.

 

Y además, después de decir estas cosas, recitaba alguno de los poemas lunfardos de Carlos de la Púa o cantaba “Marionetas”, como solía hacer su amigo Blas Alberti.

 

 

Julio Fernández Baraibar

(Buenos Aires, 17 de Abril de 2016 - Especial para "El Mordisco")

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Por Julio Fernández Baraibar / Especial para "El Mordisco"

La alternancia, según Aldo Ferrer


“Nos reemplaza un gobierno cuyo objetivo es no dejar rastro alguno de estos doce años en la estructura del estado y, de ser posible, en la memoria de nuestro pueblo”


El 18 de diciembre, una semana después de asumido el nuevo gobierno liberal, publiqué:

 

“Como se ve, las diferencias no son tan solo entre un partido que favorece más a los ricos y otro que favorece más a los pobres. Imaginemos que hubiera un partido que sostiene el establecimiento de la esclavitud y la economía de plantación y otro que sostiene su abolición para poder desarrollar la mano de obra libre necesaria para un proceso industrial. Sería imposible pensar que esos partidos podrían alternar en el gobierno y que cada cuatro u ocho años se estableciese la esclavitud, para, en el siguiente recambio, abolirla.

 

Exactamente eso es lo que ocurre en la Argentina desde 1945. El período más largo en el que hemos podido gobernar ha sido este. Nunca pudimos, hasta ahora, superar los 12 años, si, un poco arbitrariamente, no incluimos el período que va de 1943 a 1945. Y como estamos viendo, no nos reemplaza un gobierno que intenta desde una perspectiva más conservadora, o más empresarial, o más dialoguista, o más, inclusive, pronorteamericana, corregir los errores, desvíos, incorrecciones y desajustes que se pudieron cometer. No. Nos reemplaza un gobierno que pretende restaurar la esclavitud, es decir, destruir toda la estructura defensiva, de carácter capitalista, autónoma y sobre la base del mercado interno y la integración latinoamericana, considerada como una potencial ampliación del mercado interno. Nos reemplaza un gobierno cuyo objetivo es no dejar rastro alguno de estos doce años en la estructura del estado y, de ser posible, en la memoria de nuestro pueblo”.

 

Aldo Ferrer publicó lo que creo ha sido su artículo póstumo en Le Monde Diplomatique de marzo de 2016 con el título “El regreso del neoliberalismo”. En él podemos leer:

 

“En las economías industriales avanzadas también se registra la alternancia, que a veces incluye cambios de rumbo radicales. Por ejemplo, el que tuvo lugar, hacia 1980, entre los modelos keynesiano y neoliberal a partir de los triunfos electorales de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thtcher en Gran Bretaña. En esas economías la alternancia afecta principalmente la distribución del ingreso y el nivel de actividad. La estructura productiva diversificada y compleja, el papel esencial de la ciencia y la tecnología y la posición en el mercado mundial no se ven esencialmente comprometidos. En Argentina, en cambio, se pone en juego la totalidad del modelo de desarrollo e inserción internacional, la distribución de la riqueza y el ingreso y los equilibrios macroeconómicos. En nuestro país, la alternancia refleja la dificultad para construir un proyecto de desarrollo hegemónico viable y de largo plazo”.

 

Con distintas palabras, con un estilo más sosegado y académico el maestro que se acaba de ir coincidía en el análisis.

 

En 1963, Ferrer escribió “La Economía Argentina” -libro que en nuestras lecturas juveniles alternaba con “La Historia de la Revolución Rusa “ de León Trotsky y “La hora de los pueblos” de Perón, para intentar dar una síntesis espiritual de aquellos años-. Uno de los aportes centrales que allí formula, en curiosa coincidencia con la Izquierda Nacional, es que la clase propietaria del suelo en nuestro país no respondía a los incentivos económicos para el aumento de su productividad, es decir no actuaba como una burguesía, sino como una clase rentista. Desde aquellos lejanos días celebro estos acuerdos tácitos, que dividen el campo nacional del antinacional.

 

Julio Fernández Baraibar

(Buenos Aires, 09 de Marzo de 2016 - Especial para "El Mordisco")

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