El campamento de los amputados


La vida de los despedidos. Las historias atrás de los números. Los “ñoquis” que madrugan, que no tienen inasistencias y no inventan licencias. El conflicto generado con los 80 despidos del Casino de Mendoza ya ha generado unos 6 millones de pesos en pérdidas, dinero que hubiera sobrado para pagarles un año de trabajo. Un globo de ensayo para ajustar en otras áreas.


“Me cortaron las manos”, dice Alberto Rubén Giménez. “A mí me cortaron las piernas”, dice Graciela Susana Sgrignieri. Ellos son dos de los 80, a los que les han cortado algo. Cada quien siente la amputación en la parte del cuerpo que más le duele. A todos, el corte les ha sesionado la dignidad y la ha separado de sus vidas. 

Alberto

Alberto tiene 44 años. “Nací entre las patas de los caballos”, cuenta. “Mi abuelo, mi padre, mis tíos, todos trabajamos en el hipódromo”

 

A Alberto el gobierno de Alfredo Cornejo lo ha despedido. Pero, aunque parezca un poco absurdo, a Alberto le duele el haberse quedado sin trabajo,  pero le duele mucho más “que al día siguiente de despedirme le pusieron candado al portón del hipódromo y no me dejaron entrar, como si fuera un delincuente. Yo nací ahí, me crié ahí. Es como si no me hubieran dejado entrar a mi casa”. Y se le estrangula la garganta.

 

Hasta hace unos días Alberto Giménez era el starter, el largador del hipódromo. “Me ofrecieron ese trabajo en Julio de 2014, cuando se jubiló el starter anterior”, cuenta. Hasta ese día era jockey…, y no cualquier jockey. Montaba el mejor caballo mendocino que hay actualmente. Sus antecedentes le sobraban para tener semejante honor: “Gané seis Patrono Santiago y cinco Vendimia, Soy el jockey que más ha ganado. También corrí en Estados Unidos y en otros lados”, enumera sin soberbia.

 

Ahora que se ha quedado en la calle, dice que no será tan fácil volver a montar. “He subido unos 10 kilos y la falta de actividad te hace perder reflejos y agilidad”.

 

En el saludo inicial, Alberto extiende su diestra y aprieta con firmeza, mirando a los ojos. Su mano  es la mitad de su mano. Le falta el índice, quizás también el dedo medio y una brutal cicatriz le cruza el dorso. Al jockey le incomoda hablar de eso y mostrar su mutilación. “Fue en un accidente, hace como unos 10 años”, dice. Cuenta que fue trabajando, haciendo una changa y que “fue una máquina” la que le seccionó lo que falta. “Ahora, cuando me despidieron, tampoco tuvieron en cuenta eso. El mismo Estado dice que tengo un 57% de discapacidad y que jamás cobré un subsidio, ni nada por eso”

 

A los trabajadores siempre se les amputa algo. La vida del laburante siempre tiene cortes y recortes. Dentro del reino del dinero, un trabajador siempre es un mutilado.

 

Según la estrategia de comunicación del gobierno mendocino, sintonizado con el nacional, Alberto es un ñoqui. Es un ñoqui curioso, que entraba a trabajar a las 5 de la mañana, que no tiene  ausencias sin causa justificada en su legajo y que “como casi nunca tenía nadie que me reemplazara, trabajaba de lunes a lunes”.

 

Alberto dice que, cuando le ofrecieron dejar la montura y pasar a ser starter, “lo acepté porque era para el mejor estar de mi familia. Yo montaba el mejor caballo de Mendoza, pero soy padre de cuatro hijas, de 19, 16, 13 y 8 años, y pensé que ese trabajo nos iba a dar más estabilidad”.

Luego cuenta que “yo no conseguí ese trabajo por un pariente, por un acomodo político, ni siquiera estoy afiliado a ningún partido. Ellos me ofrecieron el trabajo, porque necesitaban alguien que supiera hacerlo. Ser starter es una responsabilidad muy grande. Si hacés las cosas mal, un caballo puede aplastar a un jockey. Además, hay mucha gente que se juega mucha plata en las carreras”.

 

Con Alberto Giménez despedido, las carreras siguieron y para suplantarlo, debieron contratar al hombre que se había jubilado “y le exigieron que largara”, cuenta.

 

Alberto hace muchas noches que no duerme. No puede. “Tengo 44 años, no sé a dónde voy a conseguir trabajo”. Sus dos hijas menores están pegadas a él. Lo miran, lo siguen, lo tocan, lo agarran del brazo de los tres dedos y la cicatriz. “Mi mujer Graciela está desesperada”.

 

Le han hecho otra amputación. Esta, es más profunda y dolorosa.

Graciela

Graciela Susana Sgrignieri es mamá. Hay gente que es arquitecta, enfermera, empleada domestica, vendedora de Avon… Graciela es mamá. Después, bastante después, es otras cosas. Pero todas ellas, solo son herramientas para cumplir su primera y esencial vocación.

 

Graciela es una de los 84. En agosto de 2010, cuando se derrumbó la mina de San José, en Chile, el mundo festejó un mensaje escrito en lápiz rojo que decía “Estamos bien en el refugio, los 33”, refiriéndose a la supervivencia de los mineros que habían quedado atrapados a 720 metros de profundidad. Aquí, en las veredas del Casino de Mendoza, se podría escribir un cartel similar: “Estamos para la mierda en el campamento, los 84”.

 

Aquí la angustia es más profunda que los 720 metros de la mina. Graciela siente la falta de oxigeno.

 

 

“A mí me cortaron las piernas”, dice. Ella siente la mutilación allí. Quizás sea porque “hace dos meses me esguincé este pie (se toca el pie izquierdo) y me dieron 60 días de licencia. Yo no quise faltar tanto y, a los 10 días y con una bota ortopédica, firmé el alta voluntaria y volví a trabajar”. Ella es otro ñoqui, que no tiene llegadas tarde en su legajo y que, salvo esos 10 días sin poder apoyar el pie, no ha faltado nunca a su trabajo de fiscalizadoras de casinos privados. “Muchas veces me quedé fuera de horario para ayudar a algún compañero, a pesar de que a nosotros no nos pagan horas extras”.

Graciela tiene 37 años, tiene dos hijas de 21 y 5 años y la mayor está embarazada. Es el único sostén de la familia, ya que su ex marido no aporta un centavo y figura en las listas de rebeldes en el pago de cuotas alimentarias. 

 

“Estuve casi dos años sin trabajo, hasta que conseguí entrar el casino hace dos años y un mes. Parece increíble, pero para el sistema yo ya soy una mujer vieja que, para colmo, tiene una hija chica. En cada entrevista que iba, cuando les mencionaba que tenía una hija chiquita, me descartaban”.

 

Dice que “estoy destruida. Toda mi familia lo está. No tengo en quien apoyarme y la comida de mis hijas depende de mí. Mi sueldo me alcanzaba para vivir al día y no tengo ni ahorros ni siquiera provisiones en la casa como para afrontar quedarme sin ingresos y tomarme el tiempo para buscar otra cosa”, cuenta.

 

“Si no necesitan más una fiscalizadora, que me den otra cosa. Que me manden a limpiar. No me preocupa. Seguro que hay lugares en donde necesitan un trabajador y yo estoy dispuesta a cumplir cualquier función”, sostiene.

 

Como Alberto, Graciela no tiene familiares, contactos políticos ni afiliación partidaria. Entró al Casino porque alguien entendió que podía hacer bien su trabajo y era necesario cubrir ese puesto.

 

Dice que, cuando la contrataron, sintió un gran alivio y que, cuando pasó a planta permanente, creyó que era un trabajo estable y que podría empezar a planear el futuro de sus hijas.

 

Pero, de pronto, otra vez quedó desempleada.”No sé qué hacer. Estoy aturdida. Nunca estuve en una situación así. No tengo otro recurso. Cuando yo era chica mi mamá me hablaba de otros momentos como este, del Rodrigazo, me contaba esas historias… Pero mi mamá tenía a mi papá, yo estoy sola, no tengo a nadie…”.

El campamento

Por alguna extraña razón, siempre desde las luchas de los trabajadores se generan actividades alegres, aún cuando el motivo sea la angustia.

 

En el acampe se ve la desesperación en los ojos, pero no en las actitudes. 

 

Allá se ha montado un festival, acá se hizo una ñoqueada hace 24 horas, mañana vaya a saber uno que otra cosa inventarán. Siempre las luchas obreras son así. De ellas han nacido mártires y romances, por igual. Nada une más que la angustia.

 

Gustavo Correa, secretario general de la CTA, aquella verdadera que ahora conduce Hugo Yasky y que  se generó, entre otros, desde el emblemático Germán Abdala y que promovió Víctor De Gennaro como opción a la obsecuente  CGT menemista de los 90, cuenta que los despidos en el Casino de Mendoza son un globo de ensayo, “la punta del iceberg”, dice. 

Sostiene que “más allá de los 80 despedidos, esto es una expresión de la concepción ideológica del Estado que tiene este gobierno”.

 

Correa dice que “este gobierno tiene la mirada de que el Estado no debe ser el garante de la educación, de la seguridad y de la salud. Creen que estas cosas no son parte del Estado y solo buscan que las cuentas cierren”.

 

Para el sindicalista “si estos despidos les dan resultado, en 20 días, cuando estén por empezar las clases, van a hacer lo mismo en las escuelas. Cuando detecten que hay un lugar en donde estudian 10 pibes, lo van a cerrar porque lo van a analizar como una pérdida”.

 

También argumentó que el Casino no fue elegido al azar. “En esto, los grandes ganadores van a ser los casinos privados. El dinero que ingresa a los casinos del Estado, van a políticas públicas. Pero eso no le interesa a este gobierno. Hacen exactamente el mismo razonamiento que hicieron en los 90”.

 

Hoy todo se mide en números. Los que van en la columna del Haber y los que van en la del Debe. Acá no importan los brazos, las piernas, los dedos. No importan las alacenas vacías, las suelas con agujeros, los pantalones rotos. 

 

Después de todo, nadie se quejará mucho por la amputación de otro trabajador. Los laburantes siempre pueden ser mutilados. 

 

Enrique Pfaab

Fotos: Coco Yáñez