Serú Girán, a los jóvenes de ayer


1981. Dictadura. Ocho adolescentes se atreven a desafiar la comodidad y lo preconcebido y, sin dinero ni apoyo, deciden traer a San Martín (Mendoza) a Serú Girán, que unos meses antes había reventado el estadio de Obras. Cómo fue. Además, columna especial de Cecilia Flachsland, autora del libro  "Desarma y sangra: rock, política y nación", sobre el rock nacional en esos años.



“Esto tiene una mucha onda”, dijo el hombre, atrás del teclado. Era domingo y el modesto gimnasio en donde estaba tocando, estaba apenas a un tercio. Unas 400 personas. Lo que no tenía en cuenta el músico ni sus tres compañeros de la banda, es que ese mínimo auditorio guardaría por siempre el recuerdo de esa noche.

 

Ocurre que, para tomar dimensión de lo ocurrido, habría que imaginarse hoy al Indio Solari tocando frente a 400 pibes, y no frente a 100 mil. Es lo mismo.

Por eso cuando cuentan la historia, no les creen. Casi nadie les cree. Hasta sus hijos les desconfían. Rafael Lencinas, Bruno Discépolo, Gerardo Polo, Edy Brudezán, Amparo Argerich, Cristina Oltra y la alemana Miriam Gundlach se han pasado los últimos 35 años intentando certificar la veracidad de una leyenda. Por fin, ha llegado el momento.

 

Hoy, cuando los ocho ya han superado los 50 años, podrán tener en sus manos una prueba que mostrar y que certifique que, cuando eran adolescentes de 17 o 18 años, ellos solitos trajeron a un perdido gimnasio de un barrio perdido, a Charly García, David Lebón, Pedro Aznar y Oscar Moro. Podrán certificar que Serú Girán dio un recital de dos horas para un pequeño grupo de 400 personas, después de haber reventado el estadio de Obras, unos meses antes. Tendrán como probar que lo hicieron para poder pagarse su viaje de egresados a Brasil, que fue un negocio espantoso, que quedaron debiendo plata y que sus padres tuvieron que pagarles un modesto viaje a Mar del Plata. Pero también podrán decir que, en medio del recital, Charly dijo “¡esto tiene mucha onda…!”, y siguieron tocando, como si los 400 fueran 30.000.

 

Se acaban de juntar para esta nota. No se dan cuenta, pero apenas se reencuentran, comienzan a hablan con el mismo entusiasmo adolescente que tenían en 1981, cuando eran la promoción de ese año del Colegio Nacional, de San Martín.

 

En ese tiempo, los jóvenes que egresaban reunían fondos para su viaje de fin de curso organizando bailes. “Nosotros queríamos hacer algo más grande”, recuerda Rafael. Bruno, que tenía un promotor conocido, decidió preguntarle que opciones tenían de traer alguna banda a San Martín. “Yo era fanático de Serú Girán y, cuando el tipo me dijo que venían a Mendoza y que les quedaba un domingo libre, entre medio de un recital en el Cine Cóndor y un toque en San Luis, nos entusiasmamos”, dice Bruno.


La memoria no es tan prodigiosa y es difícil saber cuánto significaba el costo del recital y cuál su posible ganancia. “Digamos que el promotor nos dijo que eran $50.000 y que había que poner la mitad por anticipado, para asegurar la fecha”, cuenta Bruno.

 

Fueron a presentarles la propuesta a sus compañeros. “Perdimos por 112 a 8”, recuerdan. Pero, rebeldes, decidieron hacerlo igualmente.

 

Rafael cuenta: “No teníamos un peso. Se nos ocurrió ir a verlo al Tito Catapano (histórico médico de San Martín) a preguntarle si nos podía ayudar. Nos hizo cheques por esos $25.000 y nos dijo que le mandáramos saludos a Charly. Pensamos que era joda, pero cuando le dijimos a Charly, le nos dijo: ´¡Oh, el Tito…! ¡Mandale un abrazo enorme de mi parte!´.

 

Confirmado el recital, los 8 pibes se pusieron a recorrer las escuelas para vender las entradas. Algunos amigos los ayudaron. Jorge, con chico que iba a tercer año del Comercial, recuerda haber vendido varias. Su apellido era Tanus y vivía en el San Pedro.

 

“Nos equivocamos. Los chicos de secundaria no escuchaban a Serú y vendimos muy poco. Ponele que la entrada salía $300, no era tan cara, pero acá ya había estallado la crisis de Greco”, recuerda Cristina. “No lugar para guardar la plata, teníamos. La metíamos debajo de la tapita de la bocina del Renault 12, de Bruno”.

 

Los 8 chicos, con una venta espantosa y sin lugar reservado para el recital, veían que se les venía la noche.

 

El intendente Ligonié les dio una mano y les prestó sin cargo el modesto gimnasio del barrio San Pedro.

 

El 17 de junio del 81, Serú Girán se subió al escenario del Cóndor, en la ciudad de Mendoza. Mientras a los pibes sanmartinianos los consumían los nervios y la angustia por no poder recaudar suficiente para el recital del día siguiente, la banda daba una presentación inolvidable.

 

Esa noche Bruno Discépolo, como último recurso, logró subirse al escenario. “Le empecé a pedir a Charly que dijera que al día siguiente tocaban en San Martín”, recuerda. Un hombre barbudo se acercó a él, para tratar de sacarlo. Era Daniel Grinbank. “Yo le explicaba que Serú nos cobraba $50 mil y que íbamos muy mal con la venta. Entonces Grinbank me dice: ´¿Cómo qué $50 mil? Cobran $25 mil…´. En eso Charly nos ve discutiendo y anuncia el recital por el micrófono. La gente explotó y pensamos que habíamos zafado”. Pero no. La gente de Mendoza no fue al gimnasio del San Pedro al día siguiente. Pero el dato de la diferencia en el precio, iba a servir.

 

El domingo, cuando Serú Girán llegó al San Pedro, todo era caótico,… pero sin gente esperando entrar. Tan pocos eran los que esperaban en el ingreso, que los 5 policías que habían ido a custodiar el lugar se retiraron. “Me acuerdo que Charly entró al gimnasio (que ya lucía viejo, frío, vacío y con vidrios rotos) y dijo: ´esto es una cagada´”, recuerda Amparo. Pero allí, como un ángel, apareció Alberto Garignani, que en ese momento administraba varias salas cinematográficas de Mendoza y tenía buen conocimiento del ambiente. “Sáquense de encima al productor. Él se quiere quedar con los otros $25 mil y Charly no lo quiere. Si la banda se da cuenta que los organizadores son 8 pibes, van a cambiar la onda”, dijo. Así lo recuerda Edy Brudezán. Y así fue.

 

Cuando la banda probó sonido, saltaron los tapones. Era mucho consumo. Un empleado de la empresa de energía les hizo una gauchada y conectó la línea a un transformador de la calle, en forma directa.


La acústica era horrible. Charly García mandó a un par de empleados municipales a traer cuatro tachos de 200 litros. Hizo que los ubicaran estratégicamente en el salón y les pusieran agua, dos repletos y los otros dos solo hasta la mitad. “Lo hizo tocar a Lebón y sonó todo perfecto”, recuerda Rafael.

 

En resto fue idílico, místico. Dos horas tocaron. “Me acuerdo que Charly dijo: ´Este lugar tiene mucha onda´”, recuerda Amparo.

Después, los 8 chicos y la banda, fueron a cenar a Mendoza y después a un boliche.

 

A las 5 de la mañana, todos habían regresado a la realidad. Ahora dicen que creen haberle quedado debiendo algo de dinero al doctor Catapano y que debieron pedirles plata a sus padres para irse de viaje de egresados.

 

Pero esa madrugada Edy Brudezán, uno de los 8,  volvía corriendo hacia la Terminal, para tomarse el colectivo que lo llevara de vuelta a San Martín y pensaba: “Si un policía me detiene y lo cuento lo que pasó hoy, no me va a creer. Nadie me va a creer…”.

 

Serú Girán se disolvió nueve meses después. Quizás haya existido solo para tocar esa noche de domingo, en un barrio perdido de una perdida ciudad, convocados por ocho pibes que estaban por terminar el secundario.

 

Enrique Pfaab


Por Cecilia Flachsland

1981: Pena en mi corazón


En diciembre de 1981, en uno de sus últimos conciertos, Serú Girán estrenó el tema Pena en mi corazón, que un tiempo después Charly García grabaría como solista con el nombre Yo no quiero volverme tan loco.

 

Uno y otro título, así como la letra y la potencia del tema, permiten asomarse al clima de aquellos años: “Yo no quiero vivir paranoico, yo no quiero ver chicos con odio, yo no quiero sentir esta depresión…”.

 

1981 fue un año más de la dictadura pero, a la vez, tuvo algunas características diferentes. Fue el momento en el que la política económica mostró su fracaso rotundo: se desmoronó la ilusión de la “plata dulce”, creció la desocupación y la deuda externa duplicó a la de 1977.

 

Fue también el año en que Roberto Viola reemplazó a Videla e intentó constituirse en una suerte de “dictador blando” o de “general político”. Para sostener esta ficción de moderación nombró autoridades “más digeribles” en Educación (Carlos Burundarena) y designó a uno de sus operadores, Ricardo Olivera, para entablar un vínculo con los jóvenes y, específicamente, con los rockeros. En este marco, la dictadura sostuvo una serie de encuentros con músicos y productores que plantearon sus dificultades para tocar, su disconformidad con las razzias en los recitales y la necesidad de terminar con la censura.

 

De esas conversaciones surgió, incluso, el proyecto de hacer una revista, Oxígeno, para los estudiantes secundarios. El rock que había sufrido persecución -pero no la aniquilación ni la desaparición- comenzó, sobre el fin de la dictadura, a mejorar sus condiciones de producción: más recitales, más oportunidades de grabar y más espacios de visibilidad en medios gráficos y radiales.

 

Estos acontecimientos ocurrieron en el marco de una dictadura que buscó implantar la más estricta sumisión a través del terrorismo de Estado, a través de la fuerza disciplinadora del terror que -a diferencia del miedo que se puede nombrar - no permite que los sujetos la identifiquen y, por lo tanto, los paraliza, los aísla, destruye sus lazos.

 

Sin embargo, aún en ese clima, pudieron existir “zonas de fuga”, experiencias que inventaron alternativas para sobrevivir. El rock puede ser pensado como una de esas zonas de fuga. 1981 brinda cantidad de ejemplos de experiencias, marcadas por el terror pero que, aún sin saberlo, intentaron sobreponerse a él.

 

Es el año, por ejemplo, en que Virus editó su primer disco, Wadu Wadu, con canciones breves, irónicas, que parecían decirle a los cuerpos rígidos de la dictadura: “bailen, muévanse, relajen”. Ese mismo año debutó Riff, el grupo de metal duro comandado por Pappo. Ruedas de metal llegó como una descarga sonora frente al disciplinamiento a través de glorias como “Necesitamos más acción”, “Mucho por hacer” y “No detenga su motor”.

 

Federico Moura (Virus) fue acusado de frívolo en aquel entonces pero fue quien mejor comprendió que para combatir el terror también había que recuperar la sensualidad y el deseo. Pappo (Riff), por su parte, se cobró revancha del terror saliendo a dar miedo a fuerza de volumen, tachas y cuero.

 

Estos son sólo dos ejemplos de una escena rockera que empezaba a cobrar una enorme vitalidad y que dejaba en claro que después de la dictadura las formas de rebeldía juvenil ya no serían las mismas. El rock empezaría a ser una de las formas posibles para disipar la pena de nuestros corazones.

 

Cecilia Flachsland 

(Licenciada en Ciencias de la Comunicación, docente de la UBA,

autora de "Desarma y sangra: rock, política y nación")