Los buenos consejos


Son buena gente. Buenos tipos. Son amigos queridos, algunos muy queridos. Se preocupan por  vos y te aconsejan porque les importás. Yo los escucho, hasta podría decirse que les doy la razón, porque quizás la tienen. Pero después, yo soy el que decide qué hacer. No me decepcionan. Apenas me pongo un poco triste y sé que voy a perder a algunos de ellos en este mismo instante.

 

Pero hay algo que sí me preocupa. Hay otros buenos amigos de amigos míos, de compañeros, que les aconsejan lo mismo. Que les queman la cabeza y que les recomiendan el silencio y la cautela. Yo sé, son buena gente.

 

Esta tarde una compañera me escribió, angustiada. Ya le recortaron el 25 % de su sueldo, quitándole la extensión horaria. En criollo, las horas extras.

 

La compañera trabajaba su turno y esas horas de más. Las laburaba, no solo las cumplía para marcarlas en la tarjeta. Cuando le avisaron del recorte, no solo se angustió por ella. Pensó en todo lo que hacía en ese tiempo, que ya no se haría más. Porque, por más que lo disfracen, el Gobierno está diciendo que ya no pagará ese trabajo, pero no dice que no sea necesario y, mucho menos, dice cómo ni quien lo hará.

 

Hoy la compañera se angustió más todavía. Un amigo, compañero también, le dijo que se calmara, que ya no reclamara más, que no se quejara en los pasillos y mucho menos en las redes. Que si seguía haciéndolo, podía perder todo. Su consejo fue “con buena onda”, fue un consejo “de buena gente”.

 

La compañera me preguntó que hacía. No supe muy bien qué decirle. Se me juntaron las angustias.

 

Entonces recordé (siempre suelo recordar algo) a una compañera sindicalista, militante desde que nació hasta su muerte, que solía decirme: “No podemos darnos el lujo de perder a un compañero. Nuestra lucha es protegerlo, jamás impulsarlo a que se sacrifique”.

 

La angustia de hoy de esta compañera, me agarró sensibilizado. Un día antes los mismos consejos me los habían dado a mí. Fue también un querido amigo, quien me dijo: “No tenés que arriesgarte tanto. Tenés que pensar que tenés dos hijas que alimentar”.

 

Me dijo que era conveniente que bajara el tono. Que conservara la forzada objetividad periodística. Que “trabajaste mucho para estar donde estás, y no está bueno mandar todo a la mierda en estos momentos”. Después sugirió que quizás mis razones eran económicas. Que alguien me pagaba y me impulsaba con dinero.

 

Mientras me hablaba recordé (siempre suelo recordar algo) de una charla similar, pero de hace más de 10 años. Fue con otro querido amigo, que me reprochó lo mismo, pero en un contexto peor para mí. El tipo manejaba una oficina de prensa de un ente oficial. Yo, no solo lo quería mucho sino que, además, lo respetaba.

 

Yo ganaba una miseria. La cosa se había agravado porque, para mantener contacto con mi hija, necesitaba viajar lejos y el pasaje significaba un tercio de lo que cobraba mensualmente. Entonces, le pedí que me prestara $100. Lo recuerdo como si fuera hoy, porque marcó mi vida. Mi amigo me dijo: “Yo te los doy, pero sos un boludo. Yo te ofrecí que le hicieras una nota cada tanto a mi jefa, para manijearla y que te pagábamos por eso una buena plata todos los meses, y vos no quisiste…¡y ahora me venís a pedir a mi $100 prestados! ¡Sos un pelotudo!”.

 

Luego agregó que la dignidad tenía sus límites. Que había que establecer prioridades en la vida, y que “primero, están los hijos”.

 

Era un buen amigo. Un buen tipo.

 

Estoy seguro que todos tenemos buenos amigos como estos. Son personas que se preocupan por nosotros y que dicen con sinceridad: “yo quiero que estés bien, ¡por eso te lo digo!”.

 

Este soliloquio no tiene conclusión. Apenas digo que todo esto me hizo recordar (siempre suelo recordar algo) las frases “no te metas”, “seguro que andaba en algo raro”, “algo habrán hecho” y algunas más de ese tipo. Estoy convencido que fueron dichas por gente buenísima, que trababa de proteger a sus personas queridas. No tengo dudas que la mayoría era gente buena.

 

Todo esto solo me genera una profunda tristeza. Una pena que no me deja dormir.

 

 Esto no tiene conclusión. Apenas se me ocurre transcribir el párrafo de una carta:

 

“En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella”.

 

La carta se la escribió Rodolfo Walsh a sus amigos, un 29 de diciembre de 1976.

 

Yo no soy Walsh, este tiempo no son los 70s y mi hija no ha muerto.

 

Simplemente, no puedo dormir.

 

Enrique Pfaab

elmordisco2019@gmail.com